Posteado por: milientalarn | septiembre 12, 2014

Relatos de plomo.- Crónica del asesinato de nuestro Capitán D. Joaquín Imaz Martínez

He recibido este hermoso libro, «RELATOS DE PLOMO», que deseo daros a conocer y compartir con vosotros. El libro esta disponible en el mercado al precio de 20€

Se trata de un gran trabajo periodístico, encargado por la Comunidad Foral de Navarra y realizado por D. Javier Marrodan (Director), periodista y profesor de la Universidad de Navarra y su equipo de colaboradores (Gonzalo Araluce, Rocio Garcia de Leaniz, María Jimenez); un trabajo concienzudo, detallado, exhaustivo y metódico, muy documentado y analítico, fiel reflejo de la realidad fuera de interpretaciones políticas y personales, escrito por un navarro para todo los españoles de bien, sobre los crímenes de ETA en Navarra. El hecho de haber sido nuestro capitán, nos compromete y obliga a divulgarlo para general conocimiento. Para que se sepa y no se olvide nunca, el daño hecho a España por estos delincuentes asesinos.

Es una obra institucional de gran formato que os recomiendo, se ha publicado el Tomo I de los tres previstos hasta final de año. Un libro de consulta necesario, para que no nos cambien ni la memoria, ni la historia.

Una crónica justa, necesaria y también tremenda, llena de realismo y entrevistas personales con familiares de las víctimas. Una obra fiel reflejo de la realidad.
Adjunto enlace y vídeo del acto oficial de presentación del libro, verdaderamente de interés; también conoceréis y veréis el testimonio de Mª Carmen Imaz a quien tendréis ocasión de conocer y escuchar de viva voz su tremendo relato, fotos familiares y de nuestro capitán en su vida civil y familiar.

Extraigo el capitulo dedicado a nuestro capitán D. Joaquín Imaz Martínez que nos ayudara a conocerlo mejor en su doble dimensión, militar y humana. Veréis que no llegamos a conocerlo bien, ni a darnos cuenta de su verdadera y gigantesca personalidad, que iréis descubriendo a través de la historia.

Un héroe y un valiente, aparentemente un hombre igual a todos, pero diferente en todo, perteneciente a esa rara especie, cada vez mas escasa, de patriotas.

Conoceréis a nuestro capitán y a su familia, también a su hija María del Carmen Imaz. Un verdadero documento periodístico que nos cuenta ¿qué sucedió? ¿los protagonistas del hecho? ¿cuándo aconteció? ¿dónde? ¿por qué? y ¿cómo? y las historias periféricas que conforman la noticia. También nos cuentan el sufrimiento añadido que tienen que soportar los familiares de las victimas, por nuestro miedo y nuestra incomprensión, nuestro alejamiento de ellos cuando mas nos necesitan, en definitiva nuestra cobardía.

Quizás la pregunta sin respuesta, sea, ¿Para que? ¿Era necesario? ¿Resolvió algo su asesinato?, en definitiva ¿El fin justificó los medios? Nos enseñan o al menos a mi me enseñaron, que el fin nunca justifica los medios, esto es al menos entre personas inteligentes. Quizás con mentes obtusas y asesina, no sea así.

26.11.1977. ASESINATO DEL COMANDANTE DE LA POLICÍA ARMADA JOAQUÍN IMAZ MARTÍNEZ
La primera víctima mortal

Joaquín Imaz Martínez, comandante de la Policía Armada y jefe de la Bandera 65 Móvil en Pamplona, esgrimía siempre el mismo argumento cuando sus familiares o sus amigos le insistían en que debía llevar una escolta: “¿Para qué? Sería inútil, pues, si me han de matar, lo harán por la espalda”.
El sábado 26 de noviembre de 1977, el comandante estaba con unos amigos en la segunda planta del Casino Eslava, en la plaza del Castillo. Hombre de costumbres fijas, le gustaba acabar la tarde con una partida de cartas o frecuentando el Café Iruña o el Noé. Esa tarde, uno de sus amigos lo notó angustiado:
―Oye, Joaquín, ¿qué te pasa? ¿Hay algo que te preocupa?
―Sí, que esta vez va en serio. Lo de las amenazas, ya sabes…
No era la primera vez que ocurría pero, según había comentado a su círculo más cercano, la noche anterior le había llegado el mensaje de que le quedaban “pocas horas de vida”. Era la primera vez que daba credibilidad a una amenaza pero, aun así, se negaba a llevar escolta o arma que pudiera utilizar en su defensa, convencido de que sería ineficaz. Cuando acabaron la partida, poco antes de las 22.15, los amigos del comandante se ofrecieron a acompañarle al coche, un Renault 10 que había estacionado en el aparcamiento de la plaza de toros.
―Mejor será que caiga yo solo a que sean tres las víctimas ―les contestó, rechazando el ofrecimiento y dirigiéndose hacia su vehículo para volver a casa.
Su asesinato ocurrió tal y como él había predicho. Cuando caminaba hacia su coche, dos jóvenes se acercaron y le dispararon a bocajarro nueve veces. Una bala le alcanzó la espalda. El último disparo fue un tiro de gracia que le penetró por la oreja izquierda y salió por la zona frontal derecha. Los criminales huyeron en un coche que habían robado el día anterior. Varios testigos se acercaron a la zona y avisaron a la Policía. Cuando llegaron, los agentes identificaron de inmediato a aquel hombre vestido de paisano y con botas de militar como el comandante Imaz.
Dos días más tarde, su madre, Carmen Martínez Úbeda, durante una entrevista que mantuvo con el redactor de Diario de Navarra José María Irujo, se detuvo de pronto en el detalle de la escolta: “Menos mal que ha sido él solo, porque si hubiera llevado escolta, entonces habría habido varios muertos. Es preferible que haya sido él solo”. Pero a continuación, como si volviera a ser consciente de que acababa de enterrar a su hijo, exclamó: “¡Dios mío! ¡No puedo comprender cómo lo han matado! ¡Y además el primero! Decía ETA que ahora se iba a meter con Navarra pero, ¿cómo iba a pensar yo que el primero iba a ser él, precisamente mi hijo?”.
Como bien recordó su madre al periodista, Joaquín Imaz, de 50 años, fue la primera víctima mortal de ETA en Navarra. Pocos minutos después del atentado se personaron en el lugar de los hechos el capitán Isaías Iturralde y el juez José María Irigaray, amigo de Imaz. El capitán le quitó de las manos el manojo de llaves con el que se disponía a abrir su coche y rebuscó en el bolsillo del abrigo para darle sus pertenencias a la viuda. Después, llamó a su mujer y le pidió que contactara con la esposa de otro agente, el capitán Ruiz, y que fuesen al cuartel de Beloso. “Esta noche vais a hacer falta”, le anunció. En efecto, en Beloso les esperaban, en su domicilio de la última planta, una mujer, María Teresa Azcona Hidalgo, de 50 años, a la que acababan de llamar por teléfono para decirle que habían disparado a su marido, y una niña, Carmen Imaz, la única hija del matrimonio, que iba a cumplir siete años y a la que no le convencían las respuestas esquivas cuando preguntaba, en medio de las idas y venidas de los mayores, qué le había ocurrido a su padre. Más tarde, para salir de dudas, se dirigió al capitán Iturralde, que despachaba todos los días con Imaz. Le tiró de la pernera del pantalón y le preguntó sin rodeos:
―¿Es verdad que han matado a mi papá?
―Sí, michica, sí ―le contestó el capitán mientras le acariciaba el pelo.
Joaquín Imaz había nacido en Pamplona en agosto de 1927 y pertenecía a una familia de militares que había merecido el honor de una calle, la Hermanos Imaz, perpendicular a la avenida del Ejército. La saga se remontaba a su abuelo, coronel de Inválidos en la guerra de Cuba, y continuaba con sus cuatro hijos varones. Todos ellos lucharon en la guerra de África: el más pequeño murió y otro, Gerardo, se casaría después con Carmen Martínez. Tuvieron dos hijos, Joaquín y María Cruz, que nació en África. Ambos se quedarían huérfanos a los nueve y a los seis años, cuando a su padre, que fue uno de los fundadores de la Legión y mandaba la Sexta Bandera, lo mataron en la toma de Vargas de Toledo al inicio de la Guerra Civil. Con esta ascendencia, los intentos de su suegro para que Joaquín Imaz Martínez se alejase de la carrera militar fueron vanos.
Ingresó en la Academia Militar de Zaragoza en 1946. Su primer destino fue el Sáhara, para incorporarse más tarde a la Policía Armada y pasar por Jaca, Santa Cruz de Tenerife, Bilbao, Tarifa, Cataluña y San Sebastián. En cuanto pudo, pidió el traslado a Pamplona, su ciudad y el lugar donde residía su madre, y se puso al frente de la 64 Bandera Móvil. En una entrevista en Diario de Navarra, su madre lo describió como un hombre muy parecido a su padre: “Era muy patriota. Serio y formal. Muy pamplonica y muy amante de la familia. Llevaba una vida muy sencilla, le gustaba la música y, sobre todo, las tertulias en el casino. Los domingos iba a misa de once a los Carmelitas. Era la misa que más a gusto oía. Solía ir siempre con Carmen, la niña”.
Esa niña pasó la noche del 26 de noviembre de 1977 llorando sin parar y pidiendo a gritos que le dejaran ver a su padre. Su madre, en un intento por calmarla, le dijo que su padre se había ido al cielo. “¡Cómo se va a ir al cielo si faltan ocho días para mi cumpleaños!”, le respondió la pequeña. Al día siguiente, le dijo a su madre que quería acompañarla a cada paso, en la capilla ardiente, en el funeral y en el cementerio. Quería grabar en su memoria cada instante de lo que ocurrió aquellos días.
Durante el domingo 27 de noviembre, el cuartel de la Policía Armada acogió la capilla ardiente del comandante. Por ella desfilaron autoridades civiles y militares, además de numerosos vecinos de Pamplona, que El Pensamiento Navarro cifraba entre siete mil y ocho mil personas. Unos 3.500 telegramas de condolencia llegaron al cuartel, incluidos uno de los Reyes y otro del presidente del Gobierno, Adolfo Suarez, aunque ni en la capilla ardiente ni en el funeral estuvo presente ningún ministro del Ejecutivo. Por la tarde, según publicó el diario Egin, unas trescientas personas se reunieron en una manifestación espontánea junto el Gobierno Civil y un grupo más reducido se acercó hasta el lugar del atentado. En el Segundo Ensanche pamplonés, en especial en la plaza Conde de Rodezno, se habían colocado numerosas banderas de España y de Navarra con crespones en señal de luto.
El entierro de Joaquín Imaz se convirtió en un termómetro social de una España metida de lleno en la Transición a la democracia. Las elecciones en las que Suárez había sido elegido presidente del Gobierno se habían celebrado sólo cinco meses antes, pero el pulso entre los sectores reformistas e inmovilistas y la tensión en la calle estaban poniendo contra las cuerdas al primer Ejecutivo de la democracia. El funeral se celebró el lunes 28 de noviembre a las 11.00 en la parroquia de San Francisco Javier, la iglesia donde se habían casado el comandante y Teresa Azcona, y donde habían bautizado a su hija. Unas dos mil personas se concentraron en la entrada del templo antes de la llegada de la comitiva fúnebre, formada por cinco jeeps de la Policía Armada cubiertos de coronas de flores. Cuando de uno de ellos descendieron la viuda, la hija y los familiares de Imaz, se escucharon los primeros aplausos y vivas a España, a Navarra y a la Policía Armada.
El capellán castrense Luis Arroyo presidió la misa, concelebrada por otros seis sacerdotes. Según la Guardia Civil, unas tres mil personas abarrotaban el templo. “Por todas partes hay condenas a este crimen, por todas partes hay solidaridad con nosotros. ¿Cómo es posible que esta sociedad, que sinceramente te dice condenar, esté incubando un próximo crimen?”, se preguntó el capellán en la homilía.
Al finalizar la misa, se condecoró al comandante con la Medalla de Oro al Mérito Policial, la Medalla Militar con Distintivo Blanco y la Cruz al Mérito con Distintivo Rojo de la Guardia Civil. Cuando el cuerpo de Imaz y la comitiva fúnebre salieron de la Iglesia, la multitud que se había congregado en el exterior comenzó a corear algunos de los eslóganes que se fueron haciendo habituales después del tumultuoso año 1977: “Gobierno, atiende, Navarra no se vende”, “Navarra foral, siempre española”, “Navarra sí, Euzkadi no” o “ETA asesina”. El comandante fue enterrado en el cementerio de Pamplona. Sus compañeros lo llevaron a hombros mientras cantaban el himno de la Policía. Su madre se resistía a creer que estaba asistiendo al entierro de su hijo: “¡Esto es tan horrible que no lo puedo ni creer! Ayer estaba yo comiendo, encendía la televisión y al verlo en la pequeña pantalla miraba su sitio en la mesa… Es terrible. El sábado, cuando me trajo a casa después de comer, ¿cómo me iba a figurar yo que era la última vez que lo veía?”, declaró al periodista José María Irujo.
A la vez que los restos de la primera víctima mortal de ETA en Navarra eran inhumados, unas 1.500 personas reunidas en la iglesia de San Francisco Javier, entre las que había miembros de Fuerza Nueva y simpatizantes de los Guerrilleros de Cristo Rey, formaron una manifestación encabezada por una bandera en la que podía leerse “Navarra sí, Euzkadi no”. Emprendieron la marcha hacia la sede del Gobierno Civil entre gritos de “Menos amnistía, más Policía”, “Suárez, dimite, España no te admite” e “Irujo, Leizaola, Navarra es española”, en referencia al senador de Navarra por el PNV, Manuel de Irujo, y a Jesús María Leizaola, lehendakari en el exilio entre 1960 y 1979.
El ambiente comenzó a caldearse al llegar a la Diputación Foral, donde los manifestantes pidieron que las banderas de España y de Navarra se izaran a media asta. El recorrido continuó hasta la plaza del Castillo, con gritos ante las sedes del PNV y del PSOE, y concluyó en el lugar donde habían asesinado al comandante Imaz, en las inmediaciones de la plaza de toros. Allí, un sacerdote ofició un responso y, al finalizar, se escucharon gritos de “Viva Cristo Rey” y un grupo entonó el Cara al sol. Los incidentes se desataron poco después, a las 13.15, cuando varios manifestantes se dirigieron a la calle Estafeta coreando lemas como “Navarra, alerta, Euzkadi es la ETA”. Otro grupo de unos veinte jóvenes contestaron con la consigna “ETA, herria zurekin” (“ETA, el pueblo está contigo”), dando pie a enfrentamientos. En la plaza Consistorial, diez manifestantes golpearon con una señal de tráfico en la cabeza a un joven que había gritado “Gora Euskadi askatuka” (“Viva Euskadi libre”). Algunos manifestantes entraron en el Ayuntamiento y se reunieron con el alcalde, Segundo Valimaña, al que pidieron que colocara la bandera de España con un crespón negro en el balcón. Minutos después, un empleado municipal cumplió sus demandas y unió la bandera de Navarra a la insignia nacional. Hacia las 14.00, la marcha se disolvió.
ETA Militar reivindicó el asesinato de Joaquín Imaz al mediodía del domingo 27 de noviembre mediante una llamada a Diario de Navarra y otra a la delegación de la agencia Cifra en Bilbao. En ellas, acusó al comandante de ser el “máximo responsable de las fuerzas represivas de la Policía Armada en Navarra”, de su “participación responsable y asesina” en los sucesos de Montejurra y de impedir la celebración del Aberri Eguna y el final de la Marcha de la Libertad en Pamplona. La banda añadía: “Su odio antivasco y antiobrero ha recibido la exacta respuesta que la justicia popular del pueblo vasco reserva a todos aquellos que pretenden oponerse a las justas aspiraciones de los trabajadores vascos”.
Los autores materiales del atentado nunca fueron juzgados. El único condenado por el asesinato de Joaquín Imaz fue Francisco Javier Martínez Apesteguía, un joven navarro que por entonces tenía 24 años y que pertenecía a ETA Militar. Había recibido información sobre los hábitos del comandante de la dirección de ETA en Francia y se había encargado de realizar el seguimiento de Imaz, por lo que comprobó que solía aparcar su coche en el aparcamiento de la plaza de toros. El día del atentado, Martínez Apesteguía estacionó su automóvil en las inmediaciones del coso taurino con el objetivo de que los demás miembros del comando, si lo necesitaban, lo utilizaran en su huida. Finalmente, los asesinos huyeron en otro vehículo, un Simca 1200 de color blanco que habían robado esa mañana en Tolosa. Martínez Apesteguía fue juzgado en 1979 por la Audiencia Nacional y condenado a doce años de cárcel y a pagar una indemnización de cinco millones de pesetas (30.000 euros) a la familia. En total, acumuló condenas que superaban los cien años de prisión, de los que cumplió 21 años. Fue puesto en libertad en 2000.
Según la declaración ante la Guardia Civil de Martínez Apesteguía cuando fue detenido en febrero de 1979, los autores materiales del asesinato de Joaquín Imaz fueron dos miembros de ETA Militar que pertenecían, como él, al comando Murumendi: Mariano Pérez de Viñaspre y Ceferino Sarasola Arregui. Ambos fallecieron en enero de 1978 en un tiroteo en Pamplona, en el que también resultó muerto el inspector de la Policía Nacional José Manuel Baena Martín.
La viuda y la hija del comandante Imaz abandonaron Pamplona pocos meses después del asesinato. El ambiente era irrespirable. “Nos marchamos porque la sociedad de entonces no era como la de ahora. La gente tenía miedo de estar contigo o cerca de ti ―rememoraba la hija del matrimonio, Carmen Imaz, en una entrevista publicada por Germán Ulzurrun en Diario de Navarra con motivo del 25 aniversario de la muerte de su padre―. Nos mudamos a casa de mi abuela, a la calle Olite. Cuando mi madre se acercaba al mercado a hacer la compra, veía que los vendedores simulaban otra actividad y se daban la vuelta para no atenderla”.
Al igual que hizo durante las horas que siguieron al asesinato de su padre, Carmen se esforzó por grabar en su memoria algunas escenas de sus últimos meses en Pamplona. Fueron momentos y episodios que casi arruinaron su infancia. “En esos años te sentías como si tuvieras que ir escondiéndote. Yo estudiaba en el colegio Notre Dame, en Burlada, y había niñas que no se atrevían a jugar conmigo”, recordaba en la entrevista. Una de sus obsesiones después del atentado era que no podría hacer la primera comunión porque habían matado a su padre: “La hice sola y a escondidas, lejos de mis compañeros del colegio. No es que nos lo dijeran, pero mi madre y yo veíamos que nuestra presencia incomodaba”.
Esa sensación que tenían madre e hija no se alejaba de la realidad. “Fueron tiempos en los que los muertos molestaban y se les enterraba rápidamente y de madrugada. El caso de Imaz no fue una excepción”, reconoció José Ignacio Palacios Zuasti, consejero de UPN en el Gobierno de Navarra, en un artículo publicado en Diario de Navarra en 2007. “Como era habitual en esos tiempos ―continuaba el artículo―, por imperativo de las autoridades, su funeral se celebró a una hora intempestiva y a él no acudió ningún ministro del Gobierno, que delegó en un director general”.
Bastantes años después, en 2009, miles de personas recordaron la figura de Joaquín Imaz o, quizá escucharon su nombre y su historia por primera vez. Lo hicieron en sus casas, delante de la televisión, mientras veían el capítulo 196 de una conocida serie, Cuéntame cómo pasó. En ese episodio, la familia Alcántara amanecía escuchando por la radio el asesinato del comandante en las inmediaciones de la plaza de toros de Pamplona. Estaban conmovidos por cómo habían matado a Joaquín Imaz, con varios disparos a bocajarro, y la abuela de la familia, doña Herminia, luchaba contra sus propios pensamientos tratando de entender por qué habían asesinado a aquel hombre. “Que pidan lo que quieran, ¡pero que no maten gente! Que una niña de siete años pierda a su padre, desde luego que no tiene arreglo”, concluía. Poco antes, la voz en off del hijo pequeño, que narraba el devenir de los Alcántara, describió el ambiente que se vivía a finales de 1977: “Mientras unos sólo queríamos mirar al futuro y al porvenir, otros seguían soñando con los tiempos del garrote y la caverna o, aún peor, con la sinrazón de las balas y el tiro en la nuca”.
Dos días después del atentado, la Comisión Permanente del Ayuntamiento de Pamplona aprobó una nota en la que se podía leer lo siguiente: “Este Ayuntamiento no quiere caer en una nota rutinaria de condena y repulsa, que desde luego hace; su deseo es que esta sangre vertida en nuestra ciudad, precisamente en los momentos que nace la democracia, sea el último acto de violencia que nos toque padecer”. El deseo de los concejales no se cumplió: el asesinato de Joaquín Imaz fue sólo el primero. Durante las cuatro décadas siguientes, las calles de Navarra volverían a ver a otras cuarenta familias enterrando a sus muertos.

CARMEN IMAZ, HIJA DEL COMANDANTE DE LA POLICÍA ARMADA JOAQUÍN IMAZ
“Tras la muerte de mi padre, mi madre y yo vivimos el rechazo por miedo puro y duro”

Quedaban sólo ocho días para que Carmen cumpliese siete años cuando ETA asesinó a su padre. Las fotos de la niña con su abrigo de lana, su pelo recogido a un lado con una horquilla y su llanto desconsolado acompañando a su madre ilustraron las crónicas del primer atentado de la banda terrorista en Navarra. Hoy Carmen tiene 42 años, vive en Madrid y vuelve a Pamplona con asiduidad. Hasta hace poco mantenía la casa que le dejó abuela en la calle Olite, a pocos metros de donde cayó su padre. Sus ojos, grandes y transparentes, se empañan al rememorar una historia que, todavía hoy, le sigue partiendo el alma.

¿Cómo se conocieron sus padres?
Mi madre fue un 7 de julio a ver la procesión a la calle Mayor, donde está la casa de mi familia. Ella y padre eran parientes lejanos y se conocieron en aquel domicilio. Estuvieron diez años de novios, porque mi padre estaba en el Ejército y consideraba que no tenía suficiente dinero para casarse y mantener a la familia como él quería. Se casaron en Pamplona, en la iglesia de San Francisco Javier. Al poco tiempo, mi padre ingresó en la Policía Armada y lo trasladaron a San Sebastián. Era una época dura y tuvieron muchos problemas. Empecé el colegio allí y luego nos vinimos a vivir a Pamplona, al cuartel de Beloso.

¿Cómo era la vida diaria en el cuartel?
Yo era la única niña y me convertí en el juguete de los policías. La parte de arriba era nuestra casa y mi padre tenía el despacho abajo. Como era una situación tan mala, cuando tenía mucha tensión, me pedía que bajara a verle. Si estaba muy nervioso, conmigo se tranquilizaba. Yo me sentaba a su lado, en un silloncito, y cantábamos, a cual peor, canciones mexicanas, con la radio sin dejar de funcionar. Era una época, a mediados de los años setenta, en la que las cosas estaban empeorando mucho.

¿Tenían alguna medida de seguridad?
Yo iba al colegio Notre Dame, en Burlada, y no podía ir sola. Me llevaba y me traía un policía, Jesús Otero, porque mi padre estaba amenazado. Pero yo no lo sabía.

¿Su madre le ha contado cómo vivieron esos años?
Mi madre lo pasó muy mal en San Sebastián, sobre todo después de que un día, un policía la acompañara al Casco Viejo a comprar un escudo de España de los antiguos, como el de Toledo, con el águila bicéfala, para regalárselo a mi padre. Al parecer, los reconocieron y los apedrearon. Aquello le generó una situación de miedo y de inseguridad que luego, en Pamplona, no tenía, y que no volvió a tener hasta después de la muerte de mi padre. Yo creo que mi madre era consciente del ambiente que se vivía pero no de que mi padre estuviese en peligro. Por eso, cuando lo mataron, se quedó en estado de shock total.

A posteriori, ¿algún compañero de su padre le ha dicho si sabían que estaba amenazado?
Sí, ellos lo sabían. Sus compañeros le dijeron que llevara escolta, pero él no quería; decía que, si tenía que pasar, pasaría. El día del atentado, mientras jugaban al chinchón en el casino Eslava, mi padre les dijo que creía que aquella vez iba en serio. Y ese día ocurrió.

¿Cómo supieron su madre y usted que habían matado a su padre?
Yo estaba durmiendo en la cama de mi madre. De repente, me desperté con la sensación de que se había roto un cristal. Inmediatamente después, sonó el teléfono y lo cogió mi madre, que estaba esperando a mi padre. Eran como las diez de la noche. Le dijeron: “Señora, al comandante le han tocado unos tiros”. Y mi madre contestó: “Le han matado”. La persona que estaba al teléfono se quedó callada, y así se enteró mi madre. No oí la conversación, pero sentí que algo horrible había pasado, porque mi madre se quedó sin habla. Yo me puse a llorar. Después, la casa se llenó de gente y ya supe que habían matado a mi padre. Es curioso: mi madre ha tenido un derrame cerebral y ha olvidado muchas cosas, pero esta escena la tiene fija en la memoria y la recuerda como si la estuviera viviendo.

¿Qué fue lo primero que pensó al saber que su padre había muerto?
Lo primero que pensé fue que no podría hacer la comunión. Yo estaba en un colegio de monjas: para los niños, la primera comunión era como la boda del siglo. Y yo me dije: “¿Cómo voy a hacer la comunión sin mi padre?”. Al final no la pude hacer con mis compañeras porque sus padres tenían miedo y se negaron. La hice más tarde, en la capilla del cuartel, con el cura castrense y los policías cantando. Invité a mis amigas pero muchas no vinieron, no se atrevían.

¿Tiene alguna imagen grabada de aquellos días?
El funeral en la iglesia de San Francisco Javier. Lo ofició el cura castrense y fue desbordante. Había muchísima gente y yo me pasé todo el funeral reconociendo gente y diciéndoselo a mi madre. Luego fuimos al cementerio. Los compañeros de mi padre empezaron a cantar canciones militares y yo, que me las sabía todas desde pequeñita porque mi padre me las cantaba para dormirme, iba cantando con ellos. Le cantaron el himno de la Legión, El novio de la muerte, que también me lo había enseñado mi padre y que yo no entendía, me parecía un cuento. Siempre le decía: “Pero, papá, ¿al final quién gana, el lobo o el hombre?”.

¿Cómo afrontó su madre la muerte de su marido?
Mi madre estuvo en estado de shock mucho tiempo. Desde el 26 de noviembre que matan a mi padre hasta Navidad, yo no tuve madre. No hablaba absolutamente nada. Yo la reclamaba y no me hacía ni caso. Tanto es así que esas Navidades su hermana le dijo: “Oye, Teresa, la niña te necesita”. Y mi madre le dijo: “Es que yo no quiero tener a mi hija. Yo la he tenido por Joaquín, me recuerda a él y no quiero tenerla”. Pero a partir de ahí, mi madre se dio cuenta de que yo era una niña y la necesitaba, y reaccionó, pero sólo conmigo; con todo lo demás, siguió igual: no hablaba, no lloraba, no se reía. Estuvo así cuatro años. Cuando yo tenía doce y ya lloraba menos, fue mi madre la que empezó a llorar. Por cualquier cosa. Al principio se enfadó muchísimo con mi padre, sintió mucha rabia hacia su marido. No entendía cómo no se le había ocurrido pensar en su hija y en ella sabiendo que estaba amenazado. También se peleó con Dios y estuvo años sin hablarle a San Francisco Javier.

¿Cómo cambiaron sus vidas?
En el colegio todo el mundo estaba encantador conmigo. Las monjas incluso me regalaron por Navidad unos pañuelos bordados a mano que todavía conservo. Pero, meses después, me peleé con una niña: dijo algo de ETA y la agarré del pelo y le arranqué un mechón. Con mi madre fue distinto. Le hicieron un boicot total del que yo no fui consciente: hubo gente que dejó de atenderla en el mercado, de saludarla por la calle… Ella notó un vacío enorme. Vivimos, más que el olvido, el rechazo por miedo puro y duro. Y a los pocos meses, en 1978, nos mudamos a Madrid. Mi abuela se quedó en Pamplona y sí vivió, en alguna ocasión, ese rechazo. Muchos años después fue a la iglesia de San Antonio a confesarse. Habían matado a un etarra y le dijo al cura: “Padre, yo me confieso porque me alegro cada vez que matan a uno de estos”. Y el cura le dijo: “Yo me alegro cada vez que matan a un militar”. El disgusto que se llevó mi abuela fue impresionante.

¿Ha tenido curiosidad por saber quiénes participaron el atentado contra su padre?
Cuando mataron a mi padre, un policía, José Manuel Baena, le dijo a mi madre: “Teresa, no te preocupes que sabemos quiénes son”. Dos meses después, hubo un tiroteo en San Jorge en el que murieron los dos etarras que al parecer habían matado a mi padre y un policía, el inspector Baena. Después, no he querido saber nada. Pero un 6 de julio, yo estaba en el chupinazo en la plaza del Ayuntamiento y un grupo de gente desplegó una pancarta con fotos de etarras. Un amigo señaló a uno y me dijo: “Ese estuvo implicado en la muerte de tu padre”. También tengo en casa un dossier de prensa que alguien le hizo a mi madre. Estuve años sin verlo. Lo abrí cuando tenía treinta años y fue horrible. No lo he vuelto a hacer.

Su madre declaró una vez que ella no podía perdonar.
Mi madre ni perdona ni olvida. Les tenía un odio cerval. Pero fue lo suficientemente inteligente como para educarme a mí ajena al odio y a la venganza. Sin embargo, lo revivo y se me sigue partiendo el alma. Y exijo justicia. No se puede hacer borrón y cuenta nueva porque ha habido casi 900 muertos. Yo, desde luego, no estoy dispuesta.

Tiene una hija de doce años, ¿le ha contado lo que le ocurrió a su abuelo?
Es curioso… En el colegio, muchos niños le dicen: “¡Hala, a tu abuelo lo mató ETA!”. Pero luego me ve a mí y, claro, le da pena. El 12 de octubre vemos el desfile y cuando los militares rezan la oración al caído, a mí se me saltan las lágrimas. Entonces ella me agarra, me abraza como un oso y se le caen las lágrimas conmigo.


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